Traspatio, seguridad alimentaria y sanidad avícola

Colombia está superando la enorme vergüenza de tener la guerrilla comunista más antigua del hemisferio y todo en este país parece tener que ver con la tan “cacareada” paz (literalmente), pues no se salvan ni los pollos ni los huevos.

Dreamstime
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Colombia está superando la enorme vergüenza de tener la guerrilla comunista más antigua del hemisferio y todo en este país parece tener que ver con la tan “cacareada” paz (literalmente), pues no se salvan ni los pollos ni los huevos.

Como opción de emprendimiento económico para las comunidades desplazadas por la violencia política, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) entrega de 10 a 15 gallinas y brinda asesoría durante seis meses, a cada familia beneficiaria.

No es en realidad nada novedoso, pues de tanto en tanto cada alcaldía colombiana – o en cualquier municipio o región latinoamericana – recurre a planes similares para atender la necesidad de ingresos adicionales y proteína barata y de calidad por parte de los más desfavorecidos.

Esto ha venido generando una proliferación de pequeños emprendimientos de subsistencia o traspatio. El ánimo de estas iniciativas es loable, pero como se dice por ahí: “por querer hacer bonito, se puede estar haciendo feo”. Se trata de avicultores forzados por la necesidad, sin tradición agropecuaria, que muy rara vez cuentan con un acompañamiento profesional significativo como el que sí ofrece el programa del CICR en Colombia.

Esa asesoría cuesta y si no la pagan los municipios o los organismos oficiales de control sanitario, pues simplemente no se entrega junto con las gallinas y pollos, como debería ser. Esta fragilidad no solo pone en duda su sostenibilidad productiva, también abre miles de posibles focos de enfermedades aviares que podrían llegar a afectar la producción industrializada.

De llegar a suceder (y ha pasado), la propagación de salmonella, Newcastle e incluso de influenza aviar, por el contacto fácil de ponedoras y pollos con aves silvestres, paradójicamente termina siendo un desastre para la seguridad alimentaria, no de la familia beneficiada únicamente, sino de toda una región y hasta de un país.

Los primeros en prender alarmas deben ser los propios avicultores comerciales, que directamente o a través de sus agremiaciones tienen que estar prestos a participar. Luego los mismos productores de genética, quienes venden los pollitos o pollitas. Unos y otros deben exigirle a los entes territoriales y organizaciones que se hagan acompañar de la autoridad sanitaria para reducir al máximo los riesgos.

Bueno, eso está en la normatividad de casi todos nuestros países, pero como pasa con tantas cosas, pocos la conocen y menos la cumplen o la hacen cumplir. Y no pocas veces, sabiéndolo, pues pesan más el afán de ventas que la visión de futuro.

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