Influenza aviar, ¿cuánto más durará “nuestra suerte”?

¿Qué hace a la avicultura comercial suramericana relativamente “inmune” a este mal? Las medidas de bioseguridad sirven, pero parece que la ayuda de la madre naturaleza pesa tanto o más en esa ecuación. ¿Hasta cuándo estará a nuestro favor?

freeimages.com | laura panduru
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Los brotes de influenza aviar se dan ya con tal periodicidad en el Viejo Continente y en América del Norte, que no les falta razón a quienes proponen que se acepte el carácter endémico del mal y se actúe en consecuencia para atenuar los perjuicios que cada episodio ocasiona al comercio internacional de carne de pollo.

Sería algo lógico, teniendo en cuenta además que está demostrado hasta la saciedad que el vector de transmisión jamás será un ave procesada y congelada. La influenza aviar no viaja en contenedores climatizados dentro de un barco carguero; lo hace en pájaros silvestres migratorios vivos. Tal vez la renuencia en acoger lo que sería un estatus sanitario mundial radica en la mayoritaria inmunidad de la que goza todavía Suramérica, continente del mayor exportador mundial de pollo, Brasil.

Salvo algunos episodios en Chile controlados con éxito, la influenza aviar no le ha pegado a la avicultura comercial suramericana, aunque sí lo ha hecho en el resto de Latinoamérica, como México y el Caribe. ¿Por qué? ¿Son tan distintos los avicultores de un lado y otro del istmo continental pese a ser todos “latinos”, con todo lo que ello significa en cuanto a la cultura y los recursos de prevención sanitaria?

Hay algo que no encaja, ¿verdad? Más si tenemos en cuenta que Suramérica es el destino otoñal de millones de aves silvestres que vienen de Norteamérica –muchas luego de pasar el Atlántico–, que son las mismas plumíferas que cada año traen alguna cepa virulenta que se encuentra con los enormes centros de producción avícola existentes desde Canadá hasta México, y que a veces toca una que otra de las grandes Antillas.

Según expertos en este mal, lo único que explicaría “la buena suerte de Suramérica” está precisamente en aquello que la hace única: contar con la selva tropical más grande del mundo. Al parecer, la Amazonia, con toda su extensión y exuberancia, actúa como difusor de las cepas, ya que concentra la inmensa mayoría de las aves migratorias potencialmente peligrosas y las aleja de las principales zonas de producción agropecuaria.

Entonces, visto así, conservar esa reserva natural tendría un enorme beneficio adicional para la industria avícola. Pero, ¿lo estamos haciendo? Parece que no, y precisamente la avicultura no deja de tener una participación indirecta en tal despropósito. Cada año se devastan 800,000 hectáreas selváticas en Brasil para sembrar la soya y el maíz destinados principalmente a preparar el alimento concentrado animal, incluido el avícola.

Bolivia hace lo propio con 350,000 hectáreas anuales de su porción amazónica; Paraguay, algo menos con su Chaco; Perú y Colombia son los más rezagados, pero están buscando no quedarse sin su tajada en ese promisorio pastel de los vastos monocultivos. Solamente en soya, Brasil proyecta pasar de los actuales 34 millones de hectáreas sembradas a los 54 millones en diez años. Ojalá que no terminemos encontrando la influenza aviar en el camino.

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